"La humanidad tiene que establecer un final para la guerra.
Si no, la guerra establecerá un final para la humanidad."
John F. Kennedy
La historia de la humanidad está plagada de confrontaciones de toda índole las cuales se han presentado bajo un motivo aparentemente válido -religión, política, economía, entre otras-. Las sociedades no han sido ajenas a esta realidad y a lo largo de su desarrollo fueron testigos de una serie de enfrentamientos que lamentablemente siempre han desembocado en un significativo retroceso en el camino hacia un mejor nivel de vida.
Una de las principales fuentes para el desarrollo humano es la economía, sobre de la cual se ha discutido ampliamente, resaltando como uno de sus puntos más controvertidos, la intervención estatal.
Este debate se viene sosteniendo desde hace décadas
con constantes pugnas entre quienes aborrecen la intervención gubernamental y
depositan ciegamente su confianza en el mercado y los agentes que interactúan, mientras
otros hacen énfasis en la necesidad de regular el mercado a través de políticas
y normas generales o específicas según la actividad.
Esta contienda teórica acerca de la intervención
del Estado en la economía tiene un especial matiz cuando se trata la defensa de
uno de sus agentes, quien es considerado por algunos como el “más indefenso”: el
consumidor.
Como es evidente, desde que las legislaciones de
los países comenzaron a incorporar disposiciones relativas a la defensa de los
consumidores, no tardaron en aparecer críticos que rechazaban tal “protección”,
éstos a su vez se vieron enfrentados a quienes saludaban este tipo de
intervención y se autoproclamaban “defensores de los consumidores”.
Al igual que en otros aspectos sobre el desarrollo
de la sociedad, la regulación sobre la protección al consumidor, ha tenido
vaivenes que nos han hecho avanzar y retroceder en innumerables oportunidades,
con claros periodos de evolución e involución. Inclusive, el desarrollo de
teorías, conceptos y definiciones ubicadas en ambos extremos abiertamente
opuestos han sido galardonados con los más altos reconocimientos [1].
En la actualidad, si revisamos un diario, una
revista y hasta un artículo de contenido técnico podremos observar
principalmente dos posturas respecto del sistema de protección al consumidor:
1) los consumidores necesitan de mayor protección del Estado para evitar los
abusos que comenten las empresas que concurren en el mercado; y, 2) resulta ineficiente
asignar mayores cargas a las empresas para el desarrollo de su actividad
comercial, pues serán justamente los consumidores a quienes finalmente se
trasladarán toda esas imposiciones.
Al margen de analizar la validez de ambas
posiciones [2],
coincidirán conmigo en que resulta bastante complicado hallar una posición que
describa el interés recíproco que existe entre ambos agentes del mercado y cómo
el reducir la distancia entre ellos repercutirá en todos en general [3].
Por ello, el reto consiste en ampliar el desarrollo de aquellas herramientas
que tengan como finalidad reducir al máximo los costos de transacción
existentes en el mercado procurando una mayor circulación de bienes que tengan
como principal propósito aumentar la cantidad de personas cuyas necesidades se
hayan satisfecho.
Este contexto nos lleva a considerar que resulta
importante aportar al desarrollo de la teoría sobre la protección al consumidor
un enfoque totalmente distinto, dándole una definición diferente a lo que
comúnmente llamamos “cultura de consumo”, revistiéndola de un significado
contrario a lo anteriormente expuesto, que lleve consigo el propósito de acercar
a consumidores y proveedores entre sí en base a sus características comunes.
Por ello, al reflexionar acerca de la mejor
definición de “cultura de consumo”, concluimos en que se trata de conocer
realmente el impacto
de las decisiones que adoptamos en el mercado [4], según el rol que nos
corresponda, ya sea como consumidor, proveedor o funcionario del Estado.
Crear conciencia en cada uno de los agentes con
interés en el mercado sobre el impacto de sus decisiones y en cómo éstas pueden
afectar a otros, debe convertirse en la principal función del Estado en cuanto
a política regulatoria.
Atendiendo ello, las mejores vías para su
materialización deberían incluir: (i) revelar información sobre aquellos hechos
que cambien o puedan cambiar el escenario actual del mercado, específicamente
la relación entre consumidores, proveedores y Estado; y, (ii) educar a los ciudadanos
sobre la trascendencia de asumir las consecuencias de las decisiones que adopten,
según el rol que desempeñen en el mercado.
Llevando
a cabo estas dos tareas, interrogantes como ¿qué se debe regular? y ¿de
qué forma se debe regular? [5] dejarán de ser una preocupación para quienes nos gobiernan y para nuestra
sociedad.
El objetivo fundamental de esta entrega ha sido
revelar por qué nos preocupa reflexionar sobre la ausencia de conceptos que
busquen crear eficiencia en el mercado, especialmente donde puede percibirse el
sesgo de considerar que los proveedores están a la caza de una oportunidad para
engañar a los consumidores.
El desarrollo de “la cultura de consumo” es hoy nuestro
principal enfoque en Perú Consume. Estamos
convencidos que dejar de lado las confrontaciones sobre teorías extremistas y
ahondar en conceptos que acerquen cada vez más a los principales agentes del
mercado en pro de un escenario más eficiente -en el que recurrir al litigio sea la última opción que pueda
considerar alguno de ellos- traerá consigo un mayor bienestar y una mejor
calidad de vida para la sociedad en su conjunto.
Aplicando lo dicho por J. F. Kennedy al sistema de
protección al consumidor, sostengo que es imperiosamente necesario ponerle fin
a las disquisiciones acerca de la regulación del mercado y trabajar en el
desarrollo de instrumentos que nos permitan contar con ciudadanos responsables
y conscientes de las consecuencias de su comportamiento en la economía de la
sociedad.
Walter
Alvarez, octubre de 2014
Referencias:
[1] En este punto, podría resultar ilustrativo citar como ejemplo el premio Nobel en Economía otorgado a Friedrich Hayek (1974) quien sostuvo la interdependencia de la economía y la sociedad y, en contraposición, el recientemente concedido a Jean Tirole (2014) por resaltar la importancia de la regulación del mercado.
[2] Nos comprometemos a desarrollar en una próxima entrada ambas posturas para analizar si realmente alguna de ellas redunda en mayores beneficios hacia los consumidores.
[3] Entre otras posibles causas, el bienestar social obedecerá a que el Estado dedicará menos recursos a determinar si resulta adecuado regular el mercado.
[4] Esta definición fue desarrollada de forma conjunta con César Ordinola y difundida previamente a través del blog #YoConsumo
[5] Un mayor alcance sobre el análisis que debería efectuar el legislador antes de la dación una norma lo podemos encontrar aquí.
Fotografía del post tomada de aquí.
Esta entrada es parte del blog "La bitácora del consumidor" a cargo de Walter Alvarez.
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